sábado, 22 de abril de 2017

"Los entierros en dos tiempos"




En la Venezuela colonial, los entierros empezaron a formar parte de la tradición de los miembros de las familias acaudaladas, los cuales tomaban sus pertenencias valiosas o tesoros, tales como joyas, perlas, diamantes o monedas de oro y las enterraban mayormente en el patio de sus haciendas u hogares.


La función de ello era proteger sus valores en un lugar dónde sólo ellos pudieran saber, las razones podían ser saqueos de guerra o motines, robos, etc. Motivado a que sólo sus dueños sabían la ubicación y no informaban a nadie sobre los entierros.


Una vez que fallecían quedaban cómo espectros cuidando o tratando de avisar a los nuevos ocupantes del área, la localización del entierro mediante sonidos, ruidos, sombras, sueños o luces, en ocasiones por medio de luces verdes, azules o blancas que flotan y se mueven a gran velocidad. Al conseguir el tesoro, el nuevo dueño debe de rezar para que el alma logre descansar en paz.

Esta costumbre comenzó cuándo los conquistadores llegaron a América, para evitar saqueos por parte de los españoles, los indios enterraban sus grandes y magníficos tesoros. Además en el siglo XVI algunos piratas llegaban a las playas y enterraban los botines robados a barcos españoles. Cabe señalar que en algunos macabros casos, junto a los entierros sacrificaban a dos o más esclavos y los enterraban allí con la finalidad de que protegieran el lugar luego de su muerte sirviendo de vigilantes fantasmas. 


Al terminar la Guerra de Independencia uno de los grandes problemas de nuestra economía era la falta una moneda circulante propia. El bolívar como moneda venezolana lo establece el General Guzmán Blanco en 1879. 

El uso aceptó como moneda corriente el dólar norteamericano, representado en una moneda de oro de veinte dólares a la cual se le denominó popularmente como morocota por su forma y parecido con un signo que tiene en los costados un sabroso pez llanero conocido con el nombre de morocoto, también conocido como cachama blanca.


La morocota equivalía a 102 bolívares, estaba hecha con una aleación del 90% de oro y 10% de cobre con un peso de 30,8 gramos de oro puro de 21 kilates. El sueño de muchos generales de montoneras del siglo XIX era llenar las alforjas de morocotas, famosa es la anécdota del coronel Juan de Dios Acosta quien llegó del Tuy a la sede de un banco caraqueño a depositar una mochila llena de morocotas y cuando se bajo del caballo, el saco y las monedas rodaron por el empedrado de la calle y el coronel Acosta sacó su revólver y dijo: “A quien me ayude le doy un tiro”.

Muchas son las anécdotas que tienen como protagonistas a las morocotas. Los llamados entierros durante el siglo XIX eran un recurso al que apelaban quienes tenían sus morocotas para esconderla de la rapiña y el saqueo de guerrilleros, esos tesoros quedaban allí una vez muertos los propietarios éstos empezaban a aparecer como espantos o almas en pena indicando el lugar donde estaba el entierro con las monedas dentro de una botija de barro o una caja de madera, dispuestos los difuntos a entregar el tesoro a cambio de misas para descansar en paz. 


Pasado el tiempo el oro desprendía un gas que al contacto con en el oxigeno del aire producía una luz que indicaba el sitio exacto donde estaba el entierro.


Famosos son en los valles tuyeros los tesoros enterrados de la hacienda Tazón de Cúa, cuyo origen se remonta a las guerras de independencia, el inmenso tesoro enterrado por el guerrillero Dionisio Cisneros en el caserío La Magdalena, no encontrado hasta hoy. En la plaza Bolívar de Cúa en una casa de dos plantas en ruinas desde el terremoto de 1878, un inquilino acepto el desafío del espanto y tuvo la suerte, a comienzos de los años 50 de recuperar un tesoro de más de 2000 morocotas y joyas, con este descubrimiento aseguró económicamente su existencia.


Todavía hay morocotas enterradas, la ambición de poseerlas ha contribuido a un crimen contra el patrimonio arquitectónico del Tuy en las antiguas ruinas de la hacienda la Balvanera de Cúa la cual perteneció al IV Conde de la Granja Fernando Ignacio Ascanio Hurtado y Monasterios, por este mantuano se llama El Conde al caserío cercano al rio Tuy . Contaban los abuelos que en los patios para secar café y cacao de esa hacienda, el Conde sacaba a llevar sol sacos de relucientes doblones de oro que con su brillo cegaban a quienes los veían.


En aquellos años en estos pueblos tuyeros no existían los bancos y quienes amasaban fortuna tenían que mantenerla a buen resguardo, generalmente bajo tierra, allí muchas morocotas quedaron esperando que algún valiente acepte el reto del espanto para ingresar al mundo de los muy ricos.

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